La educación escolar actual

El Titanic educativo español, y todos tocando la flauta

Si hoy un alumno de bachillerato no sabe las tablas de multiplicar o leer la hora en un reloj analógico, no es una anécdota: es un síntoma.

El profesor y filósofo Damià Bardera lo ha dicho claro en el podcast de Oriol Roda: “el sistema educativo español se ha convertido en una guardería sin consecuencias”.

Lo fuerte es que muchos dentro del sistema lo saben… pero fingen que no pasa nada. Es el famoso “nivel no ha bajado”, versión pedagógica del “todo va bien” mientras el barco hace aguas.

La trampa de la evaluación mágica

Antes, un cinco era un cinco. Ahora puedes aprobar con un 4,5 (a veces redondeado desde un 3,7), gracias al invento de las “franjas competenciales”.

En cristiano: da igual si sacas un 3,7 o un 6,4, ambos acaban con la misma nota. Meritocracia, RIP.

El resultado:

  • Los alumnos aprueban sin saber.
  • Los profesores fingen que enseñan.
  • Y los políticos se hacen selfies con gráficos de progreso.

Mientras tanto, los padres —que pagan impuestos— descubren que sus hijos salen del colegio sin entender un texto o con “dislexia sobrevenida” (traducción: nunca aprendieron a leer cuando tocaba).

Inclusión mal entendida = desastre anunciado

“Inclusión” suena bonito. En la práctica, dice Bardera, es la palabra mágica que lo justifica todo.

Un profesor puede tener 25 alumnos y 13 con adaptaciones.

Eso significa preparar 9 o 10 exámenes diferentes… para acabar corrigiendo nada.

¿El resultado? Nadie aprende bien, y todos acaban frustrados.

Y cuando el caos se desborda, la culpa recae —otra vez— en el docente.

Lo más irónico es que esa supuesta inclusión acaba siendo exclusión a futuro: los niños que hoy no aprenden, mañana estarán condenados a empleos precarios. Como dice Bardera, “estamos educando a los camareros de los turistas chinos”.

Duro, pero difícil de refutar.

El “pedagogismo”: dogmas sin contraste y frases de galleta china

Bardera distingue entre pedagogía (la ciencia) y pedagogismo (la religión).

En el pedagogismo se repiten mantras como “el niño debe ser feliz” o “hay que seguir sus intereses”.

Vale, pero ¿qué pasa si el interés del niño es no hacer nada?

¿Le damos una medalla por coherente?

El problema no es el idealismo, sino el vacío. Se habla de educación emocional, inclusión, ritmo del alumno, pero nadie se pregunta por la eficacia real.

Y cuando alguien cuestiona el sistema, le llaman “facha”. Así de sencillo.

Sin autoridad no hay aula, hay selva

Otra frase demoledora de Bardera: “Cuando no hay autoridad, el que manda es el alumno más bestia.”

Lo explica con calma: si el profesor no puede sancionar, si llegar tarde o suspender no tiene consecuencias, el mensaje que se transmite es que da igual hacerlo bien o mal.

Y ojo, no se trata de volver a las tarimas y al “usted”. Se trata de autoridad funcional, como la de un médico o un policía.

Sin ese reconocimiento, el profesor se convierte en un animador cultural con síndrome de burnout.

El resultado: profesores desbordados, padres desesperados y alumnos sin límites.

Y luego nos preguntamos por qué hay bullying.

La era del profesor-animador

A Bardera le horroriza que se pretenda convertir a los docentes en “profes guays”, colegas de los alumnos.

Es el modelo del “profe que cae bien”: el que no suspende, organiza juegos, sabe a quién le gusta quién y presume de empatía.

Pero cuando llega el primer conflicto, ese profe “cool” no tiene autoridad.

Mientras tanto, el profesor exigente es tachado de “antiguo” o “autoritarista”.

¿Y qué prefieren los alumnos en el fondo?

Límites. Porque el límite no reprime, estructura. Y sin estructura no hay aprendizaje, hay caos emocional.

Los deberes, el villano incomprendido

Otra joya de la entrevista: “el que más necesita deberes es el que no tiene apoyo en casa”.

Exacto. El hijo de padres cultos ya escucha debates, lee libros y viaja. Pero el niño sin referentes culturales necesita refuerzo, rutina y esfuerzo.

Y si se los quitas “para que no sufra”, lo estás dejando sin herramientas.

Pero en el discurso “felicista” actual, el esfuerzo se considera trauma.

Se prefiere un alumno “feliz” que no sabe leer a uno frustrado que aprende.

Paradójico, ¿no?

La escuela que ya no enseña (y presume de ello)

Lo más inquietante es la resignación institucional. Bardera cita un inspector que reconoció ante unos padres: “Ya sé que aquí no aprenden nada, pero están tranquilos.”

Traducción: el colegio como aparcaniños.

Que nadie moleste, que no haya conflictos, que las estadísticas queden bonitas.

La educación se convierte así en un simulacro. Y los únicos que pagan el precio son los alumnos que de verdad quieren aprender.

Profesores en crisis: burnout, pastillas y miedo

Ser profesor hoy, según Bardera, es casi un deporte de riesgo.

Agresiones, humillaciones, ansiedad y desprotección legal.

Si separas a dos alumnos que se pelean y uno se hace daño, el denunciado eres tú.

¿Resultado? Muchos docentes miran hacia otro lado. Literalmente: “queréis pelearos, pues pelead”.

A esto se suma un dato demoledor: hay sustitutos que sustituyen a sustitutos del titular de baja. Tres sueldos para cubrir un puesto… y aún así no hay vocaciones nuevas.

La profesión se ha vaciado de sentido.

El sistema clientelar y el feudalismo educativo

En Cataluña, denuncia Bardera, las “plazas perfiladas” permiten que directores elijan a dedo a quién entra y quién no, usando excusas como “perfil de inglés”.

Una especie de enchufismo moderno dentro de la educación pública.

El resultado: claustros dóciles, críticos silenciados y profesores “leales al jefe” más que a los alumnos.

Cuando el discurso progre fabrica desigualdad

Todo el sistema actual presume de “inclusivo”, pero genera el efecto contrario.

Los alumnos brillantes deben ocultar su talento para no ser acosados.

Los que van rezagados no reciben apoyo real.

Y los disruptivos (ese 5% que impide dar clase) siguen en el aula porque “no se les puede excluir”.

Así, la supuesta “inclusión” termina siendo una exclusión doble: del mérito y del aprendizaje.

Una injusticia envuelta en buenismo.

Bardera no propone nostalgia, propone realismo

Sus reformas no son ultraconservadoras, sino sensatas:

  1. Evaluaciones externas e independientes, cada dos años, para medir resultados reales.
  2. Currículum estructurado con contenidos mínimos.
  3. Vuelta al libro físico, porque el papel da orden y secuencia.
  4. Centros especiales para casos disruptivos, con carácter reversible.
  5. Reconocimiento de la autoridad docente y protección legal ante agresiones.

No suena a dictadura, suena a lógica.

Cafe de especialidad

El espejismo tecnológico

Mientras los gobiernos presumen de pizarras digitales y tablets, la realidad es que los alumnos no saben usar un mapa ni escribir sin faltas.

“Primero nos llenan las aulas de pantallas y al año siguiente prohíben las pantallas”, ironiza Bardera.

El problema no es la tecnología: es la tecnocracia sin pensamiento.

Un sistema que idolatra lo digital pero olvida lo esencial: leer, escribir, pensar.

Y cuando el chat GPT sustituya al profesor, quizá descubramos que lo que faltaba no era hardware, sino criterio.

Educar no es entretener, es transmitir legado

Bardera lo resume con una idea poderosa:

“La escuela debe conservar el legado cultural, científico y filosófico de Occidente.”

No se trata de vivir en el pasado, sino de mantener una continuidad.

Sin raíces, no hay autonomía. Sin autonomía, no hay pensamiento.

Y sin pensamiento… la IA pensará por nosotros.

El profesor que se negó a fingir

Damià Bardera no es un agitador: es un profesor cansado de ver cómo se vacía el sentido de su oficio.

Dice que su libro Incompetencias básicas no nació de la rabia, sino de la tristeza.

Y su frase final lo resume todo:

“Soy un pesimista activo.”

Un pesimista activo es el que ve el desastre, pero aún enseña, aún escribe, aún lucha.

Porque, como decía Ortega y Gasset —otro de sus referentes—, ser pesimista es una forma de inteligencia, pero actuar pese a ello es una forma de esperanza.

Si la educación colapsa, todo colapsa

La conversación entre Oriol Roda y Damià Bardera no es una queja más: es un espejo.

Nos enseña que el problema no está solo en los niños, sino en los adultos que renunciamos a exigir.

El sistema educativo no se arregla con tablets ni con campañas de autoestima.

Se arregla con conocimiento, autoridad, coherencia y cultura.

En resumen: menos powerpoints, más Platón.

Y, sobre todo, más profesores como Bardera, dispuestos a decir lo que nadie quiere oír:

que el emperador va desnudo, y los alumnos sin brújula.

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